9 feb 2009

La Ñ, Esa Mala Costumbre / Por José Luis Moure*

No existe lengua que se hable y que no cambie en el tiempo. Aunque no es momento de analizar por qué sucede esto, se trata de un principio general que resulta más que evidente para cualquiera que reflexione, por ejemplo, sobre el caso del latín y de las lenguas que de él derivaron: portugués, español, catalán, francés, italiano, rumano, etcétera. Si el latín se hubiese seguido hablando en todos los dominios geográficos de Roma tal como lo hacían Cicerón, los soldados de César o Calígula, los idiomas que acabamos de enumerar no existirían. Así de simple.
Permítasenos señalar otra previa noción, necesaria para nuestro propósito. El hecho de que una lengua llegue a representarse mediante la escritura significa que ha logrado establecer un código gráfico: tales y cuales sonidos se escriben mediante tales y cuales signos diferenciados; distinguiendo cada uno de ellos, el lector identifica cada uno de los sonidos de su lengua y puede reconstruir las palabras que integran el texto que tiene frente a sí. Ese código gráfico es lo que denominamos un alfabeto. Si retomamos las dos consideraciones previas será fácil entender uno de los problemas que la inevitable modificación de las lenguas provoca: a medida que un idioma se transforma van apareciendo sonidos nuevos para los cuales el alfabeto que se había venido usando ya no tiene signos específicos. Como cada uno de esos nuevos sonidos resulta de la modificación de uno anterior, durante un tiempo es posible que se siga representando con la misma letra, aunque su realidad fonética sea ya muy diferente. Tomemos un ejemplo local: en buena parte del territorio argentino el sonido que se representa con ll se ha transformado en algo distinto de lo que fue en su origen, de manera que nosotros pronunciamos lluvia o caballo con una ll que el español peninsular no conoce y para la cual nuestro alfabeto no tiene una letra que la represente de manera exclusiva. En aras de la unidad del idioma, los argentinos seguimos escribiendo lluvia y caballo aunque lo que digamos suene de manera muy diferente. Si por alguna convergencia de razones (por ahora poco menos que inimaginables) los argentinos decidiésemos un día independizarnos por completo de la norma lingüística compartida con España y con los restantes países de Hispanoamérica, y elaborar un alfabeto que respondiese mejor a nuestras particularidades idiomáticas, deberíamos establecer un signo que diese cuenta de ese sonido nuestro : podríamos utilizar la y (que suena igual, pero que difiere también de la correspondiente española peninsular) para todos los casos : la yabe, la yegua, la yubia. Podríamos también inventar un nuevo signo más o menos arbitrario: una y con tilde (ý), con diéresis (ÿ), o cualquier otra representación convencional. Ahora estamos en mejores condiciones de entender el sentido de lo que sigue. El idioma latino no poseía inicialmente un sonido eñe, que los fonólogos definen como nasal (el aire de la emisión sale por la nariz), palatal (al pronunciarlo el dorso de la lengua se apoya contra el paladar) y sonoro (las cuerdas vocales vibran). Sabemos, sin embargo, que en algún momento la eñe apareció en esa lengua (lo podemos asegurar porque todos los idiomas derivados de ella lo poseen). En razón de un proceso o mecanismo de cambio que se denomina palatalización, algunas combinaciones de sonidos modificaron su primitivo lugar de articulación y lo llevaron a la zona del paladar. Veamos alguno: la combinación de una n seguida por una vocal e o i delante de otra vocal hizo que, por su mayor facilidad de articulación, vinea pasara a ser vinia: siempre resulta más fácil pronunciar un diptongo mediante una única sílaba que separar cuidadosamente cada vocal (tiátro, peliár o puéma en vez de teatro, pelear y poema) ; a continuación la n, que hasta entonces se había pronunciado poniendo en contacto la lengua con los alvéolos dentales, influida por el punto donde la vocal i se articula, retrajo la lengua hacia la zona del paladar, lo que determinó que finalmente se dijera viña ; algo semejante pasó con el grupo gn (lignu se hizo leño). En castellano también se cumplió el proceso de palatalización en palabras que tenián dos enes juntas o geminadas, y así annu terminó en año y canna en caña. ¿Cómo respondió el alfabeto latino a esas modificaciones para las cuales carecía de un signo gráfico diferenciado? Mientras tuvo consciencia o pretensión de ser vehículo gráfico de un latín uniforme que respondía a una norma única, admitió que todo se siguiera escribiendo como antes. De modo que durante siglos vinea u Ordonius se escribieron así aunque se pronunciasen viña y Ordoño. Pero a medida que las diversas regiones dentro de lo que había sido el gran imperio romano se fueron conformando como dominios diferenciados política y culturalmente, sus particularidades lingüísticas ganaron también autonomía y necesitaron reformular el código gráfico vigente y hacerlo apto para reproducir sus novedades fonológicas. Y de acuerdo con las tradiciones de escritura locales (con anterioridad a la imprenta las hubo numerosas y de muy diferentes clases) cada ortografía "nacional" escogió una determinada modalidad tomada de sus pasados usos de escritura. En el caso de la eñe, que es nuestra preocupación de hoy, los idiomas latinos o romances optaron generalmente por representarla mediante un dígrafo (dos caracteres para reproducir un único sonido), en nuestro caso apelando a la combinación de la n acompañada por otra letra: los portugueses recurrieron a nh (Espanha), los franceses e italianos a gn (Espagne, Spagna), los catalanes a ny (Espanya). El castellano pasó por un primer período de vacilaciones gráficas durante el cual las soluciones fueron del tipo de las que hemos ilustrado; en sus primerísimos testimonios escritos, anteriores a toda literatura conocida, se escribía seignale, punga o uergoina para reproducir lo que se pronunciaba señale, puña y bergoña. Pero más tarde se recurrió a otro uso que venía de antiguo : tal como lo hacen hoy los estudiantes que toman apuntes, los antiguos copistas habían desarrollado una serie de signos de abreviación que hacían menos gravosa la dura tarea de escribir ; uno de ellos consistía en hacer un pequeño trazo horizontal sobre aquellas letras que debían ir acompañadas por una m o n, de suerte que palabras latinas como nimium u orationis solían escribirse nimiu y oratiois con una pequeña barra horizontal sobre la u y la segunda o, respectivamente, para indicar que allí iba un sonido nasal. De la misma forma los escribas castellanos escribían fazia(n) y oraçio(n) sobreponiendo las n finales como tildes horizontales sobre la vocal precedente. Y así entonces, aceptando y generalizando para todos los casos una grafía hipotética de nn para indicar una nasal palatal eñe (Espanna), se consolidó definitivamente el uso de reproducir este sonido mediante el mecanismo abreviativo indicado : la primera n se escribía en su forma habitual y la segunda con un rasgo horizontal superpuesto, recto u ondulado. Es decir, ñ. En atención a lo que llevamos expuesto, afirmar que el castellano es la única lengua latina que no ha recurrido a dos caracteres para reproducir el sonido eñe es una verdad a medias. Las restantes lo hicieron disponiendo dos letras en contigüidad, el nuestro reinstalando un hoy olvidado modo de abreviar una de ellas. Su venerable antigüedad, no obstante, ha convertido la grafía resultante en reliquia exclusiva de nuestro alfabeto, y su presencia perturba el económico juego de caracteres empleado por los teclados ingleses. Con fundamentación filológica alguien podría incluso recomendar que la abreviación se desplegase y que la ñ volviese a ser nn. Permítasenos dos argumentos hostiles : el primero, que esa sustitución produciría hoy un efecto ambiguo en nuestro idioma, porque la nueva transcripción entraría en conflicto con la actual pronunciación del grupo nn (connacional, innato, innovar, etc.) ; el segundo es más bien de índole ideológico-estadística : si los franceses y portugueses emplean hasta cuatro tildes vocálicas y c con cedilla (ç), y algunos otros idiomas europeos complementan el alfabeto latino con caracteres no menos exóticos (piénsese en algunas letras de las lenguas escandinavas, en la l atravesada por una barra oblicua como en el apellido polaco del Papa, en la c con tilde de la consonante africada palatal croata, en la s con vírgula suscripta del rumano, etc.) ¿es razonable que trescientos millones de usuarios deban siquiera prestar atención a las molestias informáticas que una de sus letras parece provocar?
* El Dr. Moure es profesor de Historia de la Lengua (UBA).
fuente: www.tzavta.com.ar